35 años después "Yuruparí" regresó a Mavicure: crónica | Señal Memoria

Publicado el Lun, 26/02/2018 - 05:15 Poblaciones
35 años después "Yuruparí" regresó a Mavicure: crónica

Un viaje a la orilla del tiempo

Por: Tatiana Duplat

Bogotá, 26 de febrero de 2018

Eran las seis y diez de la mañana y en el puerto había más movimiento del que hubiéramos imaginado. La gente revoloteaba por todas partes mientras nosotros, sin entender mucho de lo que allí ocurría, solo atinábamos a mirar hacia el río, oscuro y apacible. Esperábamos pacientemente en las escaleras del muelle mientras se preparaban las lanchas en las que partiríamos hacia los cerros de Mavicure; nuestro propósito: proyectar una película rodada allí mismo, 35 años atrás. Se trataba del documental “Cerro Nariz, la Aldea Proscrita”, uno de los 72 capítulos de la serie de televisión Yuruparí, joya del patrimonio audiovisual colombiano. Allí, en el Puerto de Inírida, convocados por el Museo Comunitario del Guanía, estábamos representantes de las instituciones responsables de la creación audiovisual colombiana y de la salvaguarda de este patrimonio. Habíamos acudido a la cita para acompañar a la maestra Gloria Triana, directora del documental, en su viaje al re-encuentro con la comunidad de El Remanso.
 


 

Éramos: Proimágenes, la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, la Dirección de Cinematografía del Ministerio de Cultura, el Festival Internacional de Cine de Cartagena, Señal Memoria de RTVC y la Embajada de España en Colombia interesada en apoyar el empeño por la memoria en el Guainía.  Éramos las instituciones que representábamos, pero también éramos Magally, Claudia, Alexandra, Adelfa, Lina, José Jorge, Tatiana, Pablo, Juliana, Diego, María Cristina, Mariana, Teresa, Francisco, Jorge, Magdalena, María y Silvino, acompañando emocionados a Gloria en un viaje que nos transformaría a todos para siempre. Embarcamos y, a los pocos minutos, arrullados por el sonido constante y rítmico del motor de la lancha, cada quién se había sumergido en sus propios pensamientos, recuerdos y expectativas, haciendo del viaje por el río una profunda e íntima travesía interior.

  

El grupo se dividió en dos y junto al equipo logístico abordamos una “falca”. Se trataba de una pesada embarcación que había recorrido hasta el último recodo de los ríos del Guainía, y avanzaba lenta y sosegadamente, haciendo honor a los árboles viejos asomados en la ribera, a la orilla del tiempo. El equipo del Museo Comunitario del Guainía y un grupo de estudiantes de Turismo del Sena, se habían encargado de llevar víveres, combustible y el equipamiento necesario para presentar la película en El Remanso. Proyectar Yuruparí en la reserva indígena de la comunidad Puinave, río abajo, implicaba un operativo más complejo de lo que parecía a simple vista. Jorge había llegado varios días atrás cargando, él solo, el proyector, la fabulosa pantalla y el sistema de sonido con el que la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano lleva el cine restaurado hasta el último de los rincones. Además, viajaban con nosotros Hilva, la tía incondicional de Magally; Libertad, su prima, y dos expedicionarios dedicados a la búsqueda y registro fotográfico de los enigmáticos ecosistemas de las cavernas.

Excepto Jorge, todos los que íbamos en la falca, habíamos estado alguna vez en Mavicure, y, sin embargo, todos, sin excepción, esperábamos ansiosamente la aparición de las míticas formaciones monolíticas, como si fuera nuestra primera vez. De repente, cuando ya nos habíamos resignado a que el tiempo no pasaba, por más de que llevábamos horas navegando, aparecieron, allí, imponentes, entre la bruma, los tres cerros: Mono, Pajarito y Mavicure; y entonces entendimos que, efectivamente, el tiempo estaba detenido. Estábamos frente a las formaciones rocosas más antiguas de la historia de la tierra y su sola presencia, muda y austera, nos hizo entender que debíamos rendir homenaje a los seres que nos han antecedido, desde el principio de los tiempos. Mavicure nos convocaba y nos preparaba para honrar a la memoria misma, en tanto espejo revelador que nos muestra el trayecto recorrido, por nosotros y por otros, y nos permite definir el rumbo para seguir navegando.

  

La imagen de los tres cerros, casi onírica, nos acompañó y custodió durante la última hora de camino hacia El Remanso. Mientras el equipo de logística desplegaba toda su capacidad y su tenacidad en el propósito de desembarcar, trasladar cuesta arriba e instalar el equipo de proyección en la Maloca, el otro grupo acompañaba a Gloria Triana a saludar a los mayores de la comunidad Puinave. En uno de los momentos más emotivos de la travesía, “doña Gloria”, fue recibida con honores y en un ritual de imposición de autoridad, fue revestida con la dignidad de Payé o “sabedora de la comunidad”. A través del bastón de mando y el sombrero de tejido ancestral que le fue otorgado, el pueblo Puinave reconocía en ella el conocimiento y la sabiduría de nuestra propia tradición. ¡Qué lección de vida! La maestra antropóloga y cineasta había visitado por primera vez al pueblo Puinave en 1978, y a partir de su ejercicio etnográfico, había tejido un lazo inquebrantable con su cultura y sus conocimientos. El respeto reverencial que despertaba Gloria Triana a su paso, expresaba de manera contundente el respeto y la consideración que ella había mostrado hacia la comunidad durante los años en que trabajó allí. ¡Qué lección para todos nosotros!

 

La comunidad nos había preparado un banquete en el que el pescado moqueado, cocinado al humo, fue el plato fuerte y protagonista indiscutible del almuerzo. Todo era diferente y ajeno para nosotros citadinos, pero cada quién hacía su mejor esfuerzo por entender, asimilar y disfrutar lo que ocurría alrededor del fogón. Tímidamente íbamos desprendiendo pequeños trocitos de pescado aderezados con ajicero. El casabe era el acompañamiento, la torta harinosa de yuca que ha alimentado a la gente de la selva amazónica desde tiempos inmemoriales y que siempre, de manera invariable, atraganta y produce tos a quienes la prueban por primera vez.  Mientras cada quién luchaba internamente contra los temores propios de probar alimentos del todo desconocidos, Mariana, la hija de Alexandra, se puso en pie y con sus 12 años bien puestos dijo: Ya vengo, voy a ver si consigo alguna bebida embotellada, y al instante desapareció. Nos miramos y, en silencio, cada uno a su manera pensó: no debe ser fácil encontrar algo así en esta reserva, aislada por completo de los centros urbanos y los circuitos comerciales. No lo va a lograr. Media hora después, entró Mariana al quiosco con una gaseosa en una mano y una bolsa en la otra, y declaraba de manera triunfante: conocí a unos señores indígenas muy simpáticos en la parte de abajo, me regalaron la gaseosa y además me dieron pollo asado con papas, si alguien quiere, hay para todos !! y luego agregó: aproveché para invitarlos a la película y les dije que fueran subiendo pues ya íbamos a empezar la proyección. Volvimos a mirarnos asombrados y preferimos no decir nada, Mariana había dicho y hecho todo.

  

A las dos en punto la maloca estaba a reventar y empezamos la proyección, ¡qué emoción! Los muchachos habían hecho uso de todo su ingenio para instalar el telón y oscurecer el espacio abierto colgando telas negras entre los postes. Por el río habían llegado familias enteras desde otras comunidades, a los niños los habían sentado en la parte delantera y en las filas posteriores se encontraban acomodados los mayores, expectantes. La planta eléctrica fue ubicada a una distancia prudencial que permitiera escuchar la película, y a la vez, se hiciera suficientemente presente para recordarnos lo difícil que pueden ser las cosas en muchos territorios de Colombia. Se hizo silencio y habló el capitán de la comunidad, mientras una intérprete nos iba traduciendo al español. El payé contó que Gloria Triana había estado allí treinta años atrás y que había hecho entrevistas a los abuelos y a personas queridas que ya no estaban con nosotros, que a los niños del colegio se les hablaba de la maestra Gloria y que siempre habían estado agradecidos por su trabajo de recopilar y registrar los conocimientos ancestrales del pueblo Puinave. Que era un honor contar con su presencia y con la de las instituciones que acompañaban esta actividad, y que estaban muy contentos de poder ver la película, pues allí nunca ha llegado la señal de televisión y aún no habían podido verla. Después de devolver los saludos, se hizo el silencio de nuevo, y empezó la proyección.

  

Igual que cuando íbamos en la “falca”, unas horas atrás, Mavicure se asomó imponente en la pantalla, mientras al fondo se escuchaba el canto de una flauta que alcanzó a sorprender a los mayores. Hubo susurros y algunos se miraron entre sí. Mi vecino de asiento se acercó y me dijo al oído: esas flautas las usaban los abuelos en los ritos ancestrales, antes de adoptar el nuevo testamento; ya casi nadie las recuerda ni las conoce, pero mi papá aun sabe cómo fabricarlas. Con esa sola frase entendí bien la profundidad de lo que este capítulo de Yuruparí proponía en su narración y la importancia crucial de preservar este contenido, más allá de ser testimonio de una forma de hacer televisión, en un momento dado. La tensión implícita entre la tradición y las nuevas costumbres adoptadas por esta cultura milenaria expresaba en la pantalla, y en los murmullos de la gente, la tensión de cientos de comunidades indígenas, afros y rurales de todo el país, que han tenido que afrontar y enfrentar cambios abruptos en su manera de pensar, de ser y de estar en el mundo. Por momentos se escuchaban risas estrepitosas que no alcanzábamos a comprender del todo, pues obedecían a comentarios graciosos que sonaban en lengua Puinave, y a la aparición de personajes familiares para ellos y desconocidos para nosotros. También hubo lágrimas de emoción y nostalgia al ver aparecer en la pantalla la imagen de seres queridos ahora ausentes, incluso en el recuerdo de muchos. Veinte minutos después la maloca estalló en aplausos y lágrimas. Se hizo una larga fila y muchas personas emocionadas tomaron el micrófono para contar lo que habían sentido al verse reflejados en la pantalla. Cada quién fue expresando, en su opinión, su propia manera subjetiva de sentir y de vivir el tiempo; para unos la película hablaba de un tiempo remoto, mítico y casi olvidado; mientras para otros, mayores, era como si se hubiera rodado hace unos meses y ahora estuvieran asistiendo a su estreno mundial. Desmontamos el equipo con una extraña sensación de nostalgia, como si parte de nosotros estuviera quedándose en ese sitio para siempre. Embarcamos y emprendimos el camino de regreso, río arriba.

En la “falca” había un silencio introspectivo que solo rompimos de vez en cuando, para cantar una que otra canción junto a Hilva, la tía incondicional de Magally. Los muchachos cansados, con ese cansancio placentero propio del deber cumplido, jugaban a los naipes y, de vez en cuando, dejaban escapar alguna risa que quedaba flotando sobre el río unos instantes.  Custodiados en la popa por los cerros de Mavicure, y hablando quedamente con los expedicionarios, vimos el atardecer más bello que alguien jamás hubiera podido imaginar. El cielo se vistió de fiesta colorida para despedir el día, los árboles se asomaban para hacernos calle de honor de lado y lado del río; y nosotros supimos, con certeza, que volvíamos diferentes de este viaje insospechado, a la orilla del tiempo.

 

Fecha de publicación original Lun, 26/02/2018 - 05:15