El sentir "Villano" de la Navidad: la voz de Dios | Señal Memoria

Publicado el Mar, 23/12/2014 - 14:01 Fiestas y tradiciones populares
El sentir "Villano" de la Navidad: la voz de Dios

El jumento ha tenido una presencia centenaria en la forma como la religión católica se ha expresado a través de esa y otras manifestaciones y costumbres populares, relacionadas con el día más esperado de su calendario festivo: el nacimiento de Jesús. Justamente, como parte de los preliminares, la Biblioteca Luis Ángel Arango compartió el facsímil de una edición de la Novena para el aguinaldo, autoría del padre Fernando de Jesús Larrea (1700-1773), editada en Bogotá en 1843.

Con sorprendentes diferencias en relación a versiones de vigencia actual, el texto de Larrea coincide con nuestros tiempos en el uso simbólico del animal, al momento de ilustrar la virtud del Dios encarnado y la humildad y entrega a la que apunta el dogma en espera de sus fieles. Se lee en el aparte dedicado al “Día Nono”:

“Considera, como estando el tierno infante reclinado sobre una piedra temblando a los rigores del hielo, con suma pobreza y desabrigo, vino luego por voluntad Divina, de aquellos campos, un buey, y entrando en la cueva se juntó con el jumentillo que la misma Reyna de los Angeles había llevado, y ella les mandó que adorasen con la reverencia que podían, y reconociesen a su Criador. Obedecieron los humildes animales, y se postraron ante el Divino Niño, y con su aliento le calentaron y sirvieron con el aliento que le negaron los hombres. Sobre lo cual es de ponderar, que estando un buey y un jumento postrados ante el Niño Soberano, sirviéndole y obsequiándole en el modo que les era posible; los hombres, peores que los brutos, no solo no le calentamos con el vao de nuestro amor, antes sí, le causamos mas tormento con el hielo de nuestras culpas”.

Cien años más tarde de la publicación de la Novena, en Medellín nace el escritor Fernando Vallejo (1942), quien durante su infancia, transcurrida en la capital antioqueña y en las fincas ubicadas en los municipios anexos, desarrolló una abierta desazón por los sacerdotes y sus prácticas. Sin embargo, las tradiciones decembrinas y religiosas siguieron agradándole, caso muy ilustrativo de la forma en la que llegan a interiorizarse en la diversidad del contexto colombiano.

Cuenta Vallejo en su novela autobiográfica El río del tiempo I – Los días azules: “Al año siguiente entraba a estudiar con unos esbirros tonsurados de Satanás en el colegio del Sufragio. ¡Más me valiera no haber nacido! Cambio cien vibriones coléricos por uno de ellos. Cambio cien años de purgatorio o infierno por los seis que pasé allí. Qué fieritas los padres salesianos, y aún no les clausura el negocio la Secretaría de Educación”[1].

En relación con la Navidad, y por la misma década de 1940, recuerda:

“En Antioquia el Niño Dios nace en lo alto de una montaña. En una pesebrera, claro, con su mula, su buey y sus pastores, pero emplazada siempre en la cumbre, presidiendo el conjunto. Se diría que hay una razón estética en ello: que lo más importante, que es el establo, domine desde arriba el resto del pesebre. La razón, acaso, más humilde, es que Antioquia es una tierra montañosa. Por ello también nuestra representación del advenimiento de Jesús, nuestro pesebre, tiene cascadas y pueblitos antioqueños. Las cascadas se hacen de papel celofán, y las casitas llevan techo de teja y corredor. Foquitos de colores las alumbran por dentro. En los pesebres de Antioquia todo se vale: el Niño Dios, por ejemplo, puede ser más grande que sus papás. San José y la Virgen entre sí están proporcionados, y lo están por lo general con la mula, el buey y los Reyes Magos, pero puede haber un pastor gigantesco, cinco, diez veces mayor que cualquiera de ellos, cargando una ovejita que es el doble de San José. Por la carreterita que lleva al pueblo van caminando arrieros con una recua de mulas, y detrás de ellos, como si nada, viene un tigre. A un lado de la trocha se ve un pescado enorme, que se salió del lago…”[2].

El Papa no solo hubiera llamado la atención por el burro en el pesebre colombiano, sino, también, por el tigre en un estado, si no milagroso, al menos lejano de su instinto natural. Esta idiosincrática apropiación, distante por completo de la realidad histórica y teológica a la que alude Benedicto XVI en su trilogía sobre la vida de Jesús, es el efecto de la exitosa forma como, en principio, se difundió la religión católica durante la conquista y colonización americana, bajo el manto rector del Concilio de Trento (1563) y las directrices de Felipe II.

El uso de imágenes y temas religiosos, particularmente aquellos ligados al calendario festivo de la religión, estuvo enfocado a partir del siglo XVI en el contexto de la llamada Contrarreforma, que pretendió acercarse al gusto popular. La música fue una herramienta efectiva no solo al momento de vigorizar la fe de aquellos que escucharon el eco del reclamo protestante, sino, sobre todo, en la intención de captar y adoctrinar los nuevos fieles de “Las Indias”. El género musical más exitoso para tal fin fue el villancico.

La palabra proviene de villano, forma en la que se llamaba en la España del siglo XIV al campesino habitante de la villa. Los textos y melodías de sus cantos fueron incorporados a formas de expresión poético-musicales generadas por compositores cortesanos. Es por ello que la alternancia entre estribillo y estrofas, documentada en el territorio español desde los siglos XI y XII, pudo evolucionar hasta la configuración de cancioneros donde se incluyeron villancicos de muy diversas temáticas entre profanas y religiosas. Otros fueron dedicados a la obra de un solo compositor, con temáticas específicas[3].

Este es el caso de Francisco Guerrero (1528-1599), cuya colección Canciones y villanescas espirituales (1589) fue un referente para compositores activos en España, lo que terminó en su difusión y consolidación en América. Compositores como José Cascante (c.1618 – c.1675) y su hijo homónimo (c.1648 – c.1703), ambos activos en Santafé y representados con villancicos en la colección de manuscritos musicales del Archivo Capitular de la Catedral de Bogotá, fueron fuente de primer orden en la apreciación y análisis del repertorio musical de la América colonial y sus influencias[4].

En concordancia con el “bruto jumentillo” de 1843, cerca de doscientos años antes, Cascante escribió el villancico “Oiga niño mío de mi corazón – villancico al nacimiento, a dúo”, cuya introducción indica las condiciones en las que ha de presentarse un agraciado duelo de admiración al Niño por parte de dos pastores; además de dar cuenta de la presencia de animales de carga en el entorno del pesebre:

 

Oiga niño mío de mi corazón

que soy sacristán, injerto en gorrón.

 

Escúchenme un rato, tengan atención

que en villano injerto ya sacristán soy.

Pues está entre bestias, no se admire no

que vengan a hablarle esta noche dos.

 

Óiganos, que no hay cosa en el mundo de más sazón

que escuchar a dos necios con presunción

Oiga Niño mío de mi corazón – villancico al nacimiento, a duo

 

De esta forma, el villancico, y a bordo suyo el buey y el jumento, ganaron espacio dentro y fuera del contexto litúrgico. El desarrollo del villancico como género musical hunde sus raíces en el Medioevo y abarca también nuestros días. Ligado desde el siglo XVII a la Navidad y sus representaciones canónicas, desde aquellas complejas texturas polifónicas hasta el atractivo contorno melódico del “Burrito sabanero”, su presencia es una constante en las variantes que conlleva la tradición.

La Navidad, sus temáticas e íconos, a lo largo del tiempo y el inmenso espacio que abarcan, ha capitalizado una indiscutible presencia mediática que representa un reto muy interesante para las disciplinas históricas y teológicas. Aquí, sin embargo, el metódico tigre ha de vérselas con un burro amarrado que es de todo el pueblo. Por eso, puede no extrañar entonces que otros tigres permanezcan mejor “como si nada” ante la recua de mulas y aquellas, claro, obedientes al arriero.


Información del audio:

Intérpretes: Grupo Canto (Carmenza Botero, soprano; Juana Arévalo, mezzo-soprano; Juan Luis Restrepo, vihuela de arco bajo; Egberto Bermúdez, laúd, dirección)

Disco: Canto – Música del período colonial en América hispánica. Fvndacion de Mvsica Colombia MA-HA001 (1993)

Grabación: Iglesia parroquial de San Judas Tadeo. Tópaga, Boyacá, junio de 1991

 

[1] Fernando Vallejo. “El rio del tiempo – I. Los días azules”. Ed. Séptimo Círculo. México, 1985, pp. 52

[2] Vallejo, op.cit. pp. 94-95

[3] Véase Egberto Bermúdez. “El villancico de navidad – variantes coloniales de una tradición profana y religiosa española”. Credencial Historia, 72, (dic. 1995), pp. 4-9 http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/revistas/credencial/diciembre1995/hvillan.htm

[4] E. Bermúdez. “Dos que parecen uno: José Cascante padre e hijo, nuevos documentos”. Memoria. Archivo General de la Nación, 8, (2001), pp. 105-113.  http://www.ebermudezcursos.unal.edu.co/cascante.pdf

Fecha de publicación original Mar, 23/12/2014 - 14:01