A través de las historias de Carlos Augusto Rodríguez, Cristina del Pilar Guarín e Irma Franco, desaparecidos en el Palacio de Justicia en 1985, este artículo aborda cómo la memoria dignifica al restituir la humanidad arrebatada por la violencia. Desde la lucha de sus familias hasta el reconocimiento de la responsabilidad estatal, la memoria emerge como un espacio ético que cuestiona las estructuras de poder y reafirma la importancia misma de hacer memoria.
El 6 y 7 de noviembre de 1985, el Palacio de Justicia se transformó en un escenario que evidenció los extremos de deshumanización que la violencia puede alcanzar. Las llamas, los escombros y las desapariciones marcaron un ataque no solo contra las instituciones judiciales, sino también contra la dignidad humana. En un país en el que la violencia ha buscado borrar vidas y relatos, la memoria no solo rescata lo ocurrido, sino que dignifica a quienes la violencia intentó despojar de su humanidad.
Hablar de memoria y dignificación no es solo un ejercicio del pasado. Es una apuesta ética que nos interpela como sociedad, preguntándonos qué significa recordar y reconocer en un país marcado por las desapariciones forzadas, las ejecuciones extrajudiciales y el estigma. El caso del Palacio de Justicia nos invita a reflexionar sobre estas preguntas, tomando como punto de partida las historias de Carlos Augusto Rodríguez Vera, Cristina del Pilar Guarín Cortés e Irma Franco Pineda, cuyas desapariciones simbolizan una práctica de deshumanización sistemática, pero también una resistencia sostenida por la memoria.
¿Por qué estas tres historias?
Carlos Augusto, Cristina del Pilar e Irma no solo comparten el hecho de haber desaparecido en el Palacio de Justicia. A través de sus historias, exploramos la dimensión ética de recordar y dignificar. Además, vemos cómo el acto de memoria trasciende el pasado y tiene resonancias en el presente, invitándonos a reflexionar sobre las estructuras que hicieron posible su desaparición y sobre las posibilidades de transformación colectiva.
Voces en Resonancia: Alejandra Rodríguez. (2024). [Fotograma]. Bogotá D.C. Archivo Señal Memoria, documento sin catalogar.
Carlos Augusto Rodríguez Vera, administrador de la cafetería del Palacio, fue detenido con vida durante la retoma y luego desaparecido. Su ausencia se convirtió en el centro de una lucha familiar liderada por su padre, Enrique Rodríguez, y continuada por su hija, Alejandra Rodríguez. Alejandra creció escuchando la historia de su padre, una memoria viva en su vida. En 2014, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) reconoció la responsabilidad del Estado en su desaparición.
Para Alejandra, dignificar a su padre no se limita a los fallos judiciales. Cada año, en las conmemoraciones del 6 y 7 de noviembre, su familia transforma el dolor en un acto de resistencia, recordándolo no como víctima anónima, sino como persona cuya vida merece ser reconocida. Estas conmemoraciones no solo son un espacio para exigir justicia, sino también para reivindicar la humanidad de las víctimas.
Voces en Resonancia: Alejandra Rodríguez. (2024). [Fotograma]. Bogotá D.C. Archivo Señal Memoria, documento sin catalogar.
Cristina del Pilar Guarín Cortés, trabajadora de la cafetería del Palacio de Justicia, tenía 24 años cuando desapareció durante la retoma del edificio. Para su hermano René, su ausencia representa un intento de borrar su humanidad. Desde entonces, René ha dedicado su vida a buscar respuestas y exigir lo que llama un “cierre digno” para las víctimas.
La memoria de Cristina ha sido reivindicada por René en múltiples escenarios, como en la obra de teatro La Siempreviva de Miguel Torres, de la que ella es la protagonista. Pero su búsqueda de justicia también lo llevó a tomar decisiones trascendentales: meses después de los hechos, se unió al M-19, movido por el dolor y la falta de respuestas del Estado. Este camino, marcado por la militancia armada y una reflexión profunda sobre la historia política del país, revela la complejidad de su lucha y la resistencia frente al olvido.
Irma Franco Pineda, hizo parte del M-19, y fue detenida con vida durante los hechos del Palacio de Justicia y posteriormente desaparecida tras ser trasladada por militares. Su vinculación con esta guerrilla hizo que, para algunos sectores, su desaparición fuera percibida como una consecuencia inevitable de su rol en el conflicto. Sin embargo, para su hermana, María del Socorro Franco, esta visión deshumanizante es inaceptable.
La familia ha luchado incansablemente para que la desaparición de Irma sea reconocida con la misma dignidad y legitimidad que la de otras víctimas del Palacio. Este esfuerzo ha implicado no solo enfrentar el estigma asociado a su militancia, sino también reivindicar su memoria como la de una ciudadana con derechos plenos, exigiendo justicia en condiciones de igualdad.
¿Qué es la dignidad en Colombia?
La dignificación trasciende los actos individuales de justicia. En palabras de la Comisión de la Verdad, dignificar implica “reconocer a las víctimas en su humanidad plena, reparar el daño causado y garantizar que estas violencias no se repitan”. En el caso del Palacio de Justicia, este reconocimiento pasa por enfrentar las estructuras de poder que permitieron las desapariciones y cuestionar las narrativas oficiales que durante años negaron la responsabilidad estatal.
Entre 1985 y 2016, más de 121.000 personas fueron desaparecidas en Colombia, según la Comisión de la Verdad. Estas cifras reflejan una práctica sistemática que no solo arrebata vidas, sino también borra identidades y relatos. En este contexto, la memoria se convierte en una herramienta para rehumanizar, confrontar el silencio y reconstruir las historias que la violencia intentó borrar.
Voces en Resonancia: René Guarín. (2024). [Fotograma]. Bogotá D.C. Archivo Señal Memoria, documento sin catalogar.
Apuntes finales
El Palacio de Justicia no es solo un capítulo en la historia de Colombia; es un espejo que nos enfrenta a nuestras propias contradicciones como sociedad. En su reflexión sobre la condición humana, Hannah Arendt argumenta que la dignidad no es una cualidad intrínseca, sino una construcción política que depende de nuestra capacidad para aparecer ante los demás como sujetos cuya vida y acciones son significativas. La violencia, por su parte, niega este reconocimiento al reducir a las personas a meros objetos de exterminio o desaparición. Frente a esta negación, la memoria se convierte en un espacio político y ético que no solo recupera las historias de las víctimas, sino que reconfigura la noción misma de lo que significa ser humano en sociedad.
Por su parte, Judith Butler vincula la dignidad con la vulnerabilidad compartida. Según Butler, reconocer la dignidad de las víctimas de la violencia no solo implica recordar sus historias, sino también cuestionar las estructuras que determinaron qué vidas eran consideradas valiosas y cuáles podían ser desechadas. Este cuestionamiento abre un espacio para reimaginar una sociedad donde todas las vidas sean igualmente dignas de duelo y memoria.
A la luz de estas reflexiones, las historias de Carlos Augusto, Cristina del Pilar e Irma nos invitan a pensar la memoria no como un acto del pasado, sino como una práctica ética en el presente. Arendt nos recuerda que la dignidad se construye en el espacio público y Butler nos desafía a reconocer en la memoria una herramienta para redefinir los valores de una comunidad. En este sentido, recordar no es solo un acto de justicia hacia las víctimas, sino una apuesta por transformar las estructuras sociales que perpetúan la deshumanización.
La memoria dignifica porque restituye humanidad a quienes fueron despojados de ella, pero también porque redefine el marco ético de nuestra convivencia. En un país como Colombia, donde la violencia ha buscado sistemáticamente borrar historias y relatos, recordar es un acto político que afirma que cada vida cuenta y que cada ausencia debe ser reconocida. Así, la dignidad no es solo el fin de la memoria, sino también su principio: el fundamento ético desde el cual podemos imaginar una sociedad más justa.
Por: Laura Vera Jaramillo