Ficha Técnica
Los sobrenombres pueden ser muestras de cariño, memorias compartidas o comentarios jocosos sobre un rasgo físico o de personalidad. También son un traje de camuflaje, códigos para despistar al enemigo, un truco de magia que te distrae: cuando caes en cuenta, ya fuiste engañado. Así lo hizo el joven georgiano Iósif Vissariónovich Dzhugashvili cuando ocultó su identidad de la policía zarista bajo la palabra “Dzhuga”. Pero la historia lo recuerda con la traducción rusa de ese apodo, una que parte de “stal”, el término ruso para el acero. La historia lo recuerda como Iósif Stalin.
Iósif (o Joseph, o José, si se sienten particularmente parroquiales) Stalin murió el 5 de marzo de 1953, hoy hace setenta años. Aunque hasta la muerte está atravesada por las clases sociales —fíjense si no en los cementerios y la diferencia entre las lápidas—, también tiene algo de democrático: desnuda a todas las personas de sus títulos y riquezas, al final solo queda un cuerpo tieso.
Así encontraron a Stalin, tirado en su alfombra. La autopsia contó que fue un accidente cerebrovascular.
Lo que pasó antes ya lo saben: líder de la Unión Soviética y el Partido Comunista por décadas, responsable de miles de muertes, justo merecedor de su apodo de hombre de acero. Lo que pasó después también lo conocen: la desestalinización y, progresivamente, el fin de la Unión Soviética.
Y como ya conocen lo que pasó, hoy los invito a acercarse a Stalin a través de lo que se ha escrito de él. No desde los libros de historia, sino desde la literatura. Lean, por ejemplo, el relato cómico y absurdo que es “La muerte de Stalin”, de La analfabeta. Su autora es Agota Kristoff, la escritora húngara que con pocas palabras hizo una crítica gigantesca al totalitarismo soviético. Lean también El hombre que amaba a los perros, del cubano Leonardo Padura, para adentrarse en la persecución y posterior asesinato de León Trotsky por parte del régimen stalinista. Lean a Ósip Mandelshtam, autor de Epigrama contra Stalin, en el que comparó sus dedos con gordos gusanos y sus bigotes con una cucaracha. Lean también a su esposa Nadiezhda Maldeshtam, autora de Contra toda esperanza. Lean Moscú Feliz, de Andréi Platónov, perseguido por Stalin. Lean a Juan Forn, que desde Argentina rastreó esta tradición con creatividad y profundidad.
Lean estos textos porque Stalin fue un gran censor de literatura, experto en castigar la imaginación, como muestra reaccionaria y contrarrevolucionaria. Léanlos porque, de hecho, algunos de estos autores fueron censurados durante su vida. Léanlos porque, en el septuagésimo aniversario de su muerte, leer lo que él no quería que se leyera es la mejor forma de recordarlo.